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Foto del escritorJuan Blanco

La ética periodística en tiempos de incertidumbres.

Hablar de la crisis en los medios y en el periodismo parece ser un leitmotiv en los debates públicos contemporáneos, al igual que su presunta causa estructural: el desapego, desconocimiento o traición de los principios éticos que los rigen inveteradamente.

Los medios suelen ser testigos de las crisis que narran y de las que son proverbial reflejo. De las crisis se han nutrido históricamente y las han podido documentar. Esa lista puede ser larga. Se oye hablar de que hay crisis en las empresas periodísticas, en la confianza de las audiencias, en las rutinas y prácticas de producción, en las estrategias de sostenibilidad, en la profesión de fe, en objetivos del oficio, en la formación y desarrollo de los comunicadores, en fin, crisis en la credibilidad en el trabajo periodístico, que es la moneda de cambio, el sello en el pacto entre las audiencias y sus medios.

Más recientemente, con la voz potenciada de los medios digitales y ya en tono de crítica, solemos escuchar que hay crisis en los principios periodísticos y en los valores de los medios de comunicación a causa de una presunta declaración de tierra arrasada originada por una pretendida revolución tecnológica que amenazó con no dejar piedra sobre piedra.

¿Está en crisis la estantería ética o sus dilemas hoy son más visibles? ¿Hay hoy mayor sensibilidad al respecto? ¿O seguimos pensando, como antaño, que, a la hora de buscar culpables, los medios resultan un chivo expiatorio exquisito y apropiado?

Los estudios sobre periodismo, variopintos y disímiles durante décadas, al comenzar el siglo veintiuno han vuelto a poner en la palestra los temas centrales de debate. El primero de ellos reafirma que el periodismo es uno solo, indistintamente de las etiquetas o apellidos que se le endilguen de acuerdo con soportes, géneros o especializaciones. En esa medida, la base epistemológica y la praxis del oficio siguen manteniendo vigentes los faros y criterios fundacionales. Ahora bien, entre todos esos criterios brilla con luz propia el que determina los demás y que se refiere a la función social del periodismo, independientemente de los contextos y las crisis recurrentes. El largo y consistente estudio entre periodistas, académicos y expertos realizado por Kovach y Rosenstiel (2004) sintetizó esa función, con todas sus derivas conceptuales y éticas, en brindar la información que las audiencias necesitan para que auto gestionen sus vidas y sean libres.

Debates obsoletos.



La vieja discusión sobre la famosa y nunca bien ponderada objetividad parece desueta, así como las atinentes a la imparcialidad o la neutralidad. En ese sentido la agenda ha evolucionado. Insistir en la objetividad como marco y no como método, es en el nuevo siglo un argumento falaz en relación con las actividades que, a diario, cumplen los periodistas de seleccionar los hechos que tienen las cualidades para convertirse en noticias y jerarquizarlos en la agenda mediática. Tal y como logran sintetizarlo Kovach y Rosenstiel (2004), lo único objetivo en el trabajo del periodista es el método que cabalga en la verificación sistemática y que debe asimilarse en la perspectiva de lo posible al método científico aplicado a la realidad, aún en medio de la premura cotidiana y la fragmentación temática, que son condiciones inherentes a su trabajo.

Esa labor de verificación, esto es, el acercamiento metodológico que hace el periodista para comprobar que los que está diciendo corresponde a los hechos, no solo debe ser válido para su propia constatación y posterior circulación, sino que debe estar puesto en a disposición de las audiencias que quieran corroborarlo por sus propios medios. Por lo demás, las decisiones cotidianas en las salas de redacción están mediadas por el acceso, funcionalidad y criterio de periodistas y editores. Es decir, la elección de los temas, estéticas, fuentes, preguntas, dinámicas de edición y de producción corresponden a rutinas aprendidas sobre la base de la honestidad y transparencia que deben acompañar al oficio.

Un elemento subsecuente es de la imparcialidad que brilla en el horizonte no solo desde la perspectiva de la utopía, sino de su distanciamiento en relación con las prácticas periodísticas. En los contextos contemporáneos, a diferencia de los medios públicos, subsidiados por los ciudadanos a través de la tributación, sabido es que las empresas periodísticas, en medio de las dificultades de sostenibilidad, han tenido que pasar de mano en mano para sobrevivir en medio de la feroz competencia: De los partidos políticos, a las industrias financieras, a los conglomerados transnacionales o, como sucede hoy en día, a las grandes empresas de telecomunicaciones. Es decir, en términos generalistas los medios no son asumidos primordialmente como empresas de negocios rentables per se.

La información, entendida como derecho, también ha sido comprendida como necesariamente gratuita. Con contadas excepciones, los ciudadanos no están acostumbrados a pagar por solo información, que se ha debido matizar con otros contenidos en el ideario de ganar suscriptores y audiencias. En esa medida, las empresas periodísticas han debido echar mano del mecenazgo que a veces connota sesgo ideológico o político, la publicidad mediante eficientes estrategias de márquetin para reunir públicos aptos para el consumo, o a estrategias que han perdido efectividad como los avisos clasificados o la incorporación de los medios como soporte de poder e influencia para empresas que se mueven con intereses en campos distintos.


Aunque suscritos de palabra al ideario de lealtad con las audiencias, los medios, involucrados en ese ámbito industrial, responden consecuentemente al entorno que los hace posibles. Reconocerlo no es por tanto asumir la culpa y resignar las posibilidades éticas, es hoy una expresión de valor que le permite a las audiencias entender cómo sobreviven los medios, pero sobre todo desde dónde hablan, cuál es su línea editorial, qué intereses los comprometen. Es necesario, por tanto, que medios y periodistas recuerden con frecuencia, y como parte de sus propias narrativas, los asuntos en las cuales sus financiadores tienen intereses particulares con la intención de brindar todo el contexto que determina sus agendas, las visibles, las invisibles y las emergentes.


De esa manera es concebible que los medios, desde la perspectiva editorial, se instalen en una corriente política o defiendan una ideología siempre y cuando sea claramente expresada a sus usuarios, pero también claramente diferenciada de los espacios por donde corran contenidos periodísticos que no deben ser contaminados. Se hace necesaria pues una línea divisoria entre dueños, propietarios y directivas administrativas y comerciales, y las redacciones, sus prácticas, dinámicas y contenidos. Incluso aún en éstos ha de ser clara, especialmente en lo que toca a medios audiovisuales, la separación expresa de contenidos informativos y contenidos de opinión o editoriales, a los cuales tienen derecho las empresas periodísticas que tiene asiento en el capital privado.

Reconfiguraciones y desafíos

Ahora bien, transformaciones ha habido, especialmente en lo atinente a rutinas y prácticas periodísticas, no sólo por la incidencia de las nuevas tecnologías, la facilidad en consecución de documentos y material periodístico, acceso a las fuentes, sino también en la relación con las audiencias que han cambiado de manera sustancial.

Hoy no sólo tenemos usuarios prestos a interactuar de manera crítica casi en tiempo real con nuestros contenidos, lo que se traduce en un alter ego que está al tanto e incide en los enfoques y encuadres narrativos, sino que además se han desdibujado las fronteras entre periodistas capacitados para el oficio y usuarios que producen contenidos a imagen y semejanza de los relatos periodísticos que han abierto una brecha de incertidumbre en las audiencias por ausencia de estándares de verificabilidad y confianza en esos relatos.

Hoy periodistas con experiencia de años en el oficio se ven interpelados por ciudadanos que mimetizan técnicas periodísticas, son testigos excepcionales de hechos noticiosos o producen informaciones que las audiencias urgidas de estar al tanto de lo que sucede, pueden confundir los relatos periodísticos con las narrativas testimoniales en razón de la instantaneidad, la súbita emocionalidad o el carácter referencial que tiene los dispositivos móviles que usan.


El denominado periodismo ciudadano está en boga y no siempre por razones que invocan valores como el de la participación y el de la interacción con las audiencias. La voz de los usuarios –cuya denominación supone actividad y deja atrás el viejo prejuicio de inactividad y obediencia- es un imperativo categórico en los tiempos que corren. Si bien, la perspectiva de los denominados producidores ha estado sobredimensionada en tanto que es escaso el porcentaje de usuarios que consumen y producen contenidos a la vez y de manera frecuente y consistente, la labor de los medios de comunicación no puede remitirse a la simpe emisión o difusión de lo que los ciudadanos construyen sin la necesaria experiencia y sin los fundamentos de calidad y ética que requieren los contenidos que involucran a sus congéneres.

Junto a la participación es menester el acompañamiento de los profesionales del oficio, enfocado más que a la instrucción de técnicas o lenguajes periodísticos, en los mínimos conceptuales y éticos que deben tener los temas y contenidos, más aún, cuando la intención de los ciudadanos no es competir o emular en los terrenos cualificados de la comunicación, sino compartir temas y asuntos que son de todo su interés.

Aunque existe la salvaguarda constitucional sobre la potestad que tiene cualquier ciudadano de fungir como generador de contenidos periodísticos, subyacen a este requerimiento dos cosas básicas: La adscripción a unos estándares de calidad periodística que avalen el proceso de creación, recolección de información producción y publicación de contenidos y unos estándares éticos con apego a los valores reconocidos social y culturalmente en occidente.

Posverdad y retos digitales.


Uno de los retos históricos del periodismo ha sido diferenciarse de la información contaminada por la publicidad, la propaganda, los contenidos engañosos y la mentira. Esos fenómenos son viejos y concomitantes a la labor de los medios de comunicación, que son a veces su objetivo, y que se ha potenciado con la caja de resonancia de las redes sociales. Disfrazar con el ropaje de las estéticas periodísticas, contenidos con intereses ocultos o latentes, siempre ha resultado altamente efectivo en la difusión de ideologías que no tienen reparos legales ni legítimos, y ha contribuido a minar la confianza en las narrativas mediáticas que se quedan con el pecado y sin el género.

Ese privilegio de las emociones, los prejuicios y las creencias en lugar de los hechos verificables ha hecho mella en la charla pública, en la polarización de los debates y restringido el espacio racional y argumental en tanto que aparece la opinión públicamente expresada no para enriquecer la visión o el acervo social sino para reforzar las posiciones previamente adquiridas e ignorar “lo otro” como factor discursivo.

Si bien los medios, especialmente los audiovisuales, construyen sus audiencias con fundamento en la emoción y el reconocimiento, el periodismo no puede ceder a la tentación de la espectacularización, las mayorías, o las pasiones con el pretexto de ser leales con los ciudadanos. Sus mandatos son la participación, el equilibrio, el pluralismo y la inclusión, a despecho de los climas de fuerza o las corrientes de opinión dominantes y arrasadoras.

Aunque la posverdad, en su esencia, no es sinónimo de mentira o engaño, sus nutrientes como los prejuicios o las creencias son caldo de cultivo para el aprovechamiento indebido en la generación o consecución de adeptos o seguidores que no actúan como ciudadanos sino como seguidores.


Las reconfiguraciones no paran allí. Se extienden a inquietudes frecuentes como, por ejemplo, dónde comienzan y dónde terminan los límites de la calidad periodística en aspectos como la precisión y la cobertura de acontecimientos, y dónde aparecen categorías propias del ciberespacio como el uso, la recomendación, la reutilización o la remezcla de contenidos con el fin de interpretar, asignar sentido o dar contexto.

Mientras en los medios tradicionales los derechos y la voz de autor se mantienen incólumes e inamovibles, la lógica de reticularidad del ciberespacio no solo permite, sino que aspira a que los demás usuarios utilicen los contenidos, los enriquezcan, se los envíen a otros, les añadan o editen en desarrollo de la crepitante tendencia de creación digital colectiva.

Sabido es que lo que es ley en el denominado ámbito analógico se traslada con todas sus consecuencias a lo digital, sin embargo, las prácticas en la cibercultura han resignificado esos principios con base en conceptos que superan loa típicos derechos de autor, esto es, de copyright, con el copyleft o creative commons, que permiten el uso de esos ciber contenidos sin permisos, citaciones o con excepciones específicas en caso de explotación comercial.

Lo mismo sucede con los contenidos de agregación, resultantes de la combinación de contenidos ajenos de diversas fuentes para generar uno nuevo, interpretado y contextualizado. A ese respecto, si bien ya existe jurisprudencia, quedan aún vacíos que se suman a otros ya recurrentes como el insulto, la calumnia y la injuria sobre los cuales las instancias judiciales y las cortes han tenido que referirse, en la medida en que se han puesto en su conocimiento.


Los dilemas éticos también han tocado otras tendencias de carácter global, como el mal llamado derecho al olvido, según el cual las personas tienen derecho a solicitar la eliminación de contenidos en buscadores y motores temáticos referidos a delitos o faltas por las que ya pagaron civil o penalmente para quedar a paz y salvo con la sociedad.

En ese sentido medios y periodistas mantienen su posición de conservar esa información en sus bases de datos como referente histórico, como contexto y antecedentes, especialmente en aquellos casos de figuras públicas o de personas que ocupen cargos sensibles relacionados con su pasado en cuestión.


El acceso general a dispositivos que tienen los ciudadanos para capturar momentos, escenas o coyunturas también plantea desafíos a lo referente a los límites de la privacidad, la intimidad, la dignidad y el derecho al buen nombre que tienen víctimas de delitos o accidentes, o personalidades que puedan suscitar interés público. En ese sentido, el periodismo se debate entre ceder a la presión para la publicación de imágenes, videos e informaciones sensibles o mantenerse dentro de los cánones y tradiciones de respeto, ponderación y valoración de los semejantes, aún a riesgo de perder usuarios.


Así mismo los límites al uso de cámaras ocultas o grabaciones sin autorización como forma de obtener material probatorio representan faros de comportamiento periodístico que no pueden diluirse no obstante el uso indebido que hacen de ellos ciudadanos para los que los fines justifican los medios.

Y aquí la lista de aspectos contaminantes se expande con fenómenos que no son nuevos, como sabemos, pero que están multiplicados por la facilidad de circulación de los contenidos y la ausencia de filtros por parte de los usuarios para establecer su verificabilidad y confianza, al igual que el uso indiscriminado de identidades, perfiles y avatares para difundir, recomendar u opinar acerca de contenidos de interés periodístico.

Cuando hay imprecisión y cuando hay distorsión, sin duda la clave está en la voluntad, formación y disposición del periodista que debe lidiar con ellos, en medio de la premura y la ausencia de editores para evitar la desfiguración o pauperización de los contenidos.

Narrativas contaminadas

Tampoco los discursos del odio, las estigmatizaciones, las revictimizaciones son componentes nuevos en las narrativas periodísticas, pero las prácticas adocenadas a formatos, estructuras o géneros terminan legitimándolas. Tal es el caso de las estrategias de los debates con enfoque maniqueo, entre lo bueno y lo malo, entre héroes y villanos, y en general, de las puestas en escena que terminan convalidando la realidad como una dualidad y la verdad como una contraposición, sin matices, sin grises y sin espectros ideológicos entre tendencias y opiniones necesaria y exclusivamente contrarias.

De igual manera, el encuadre del justicialismo mediático, en el que los medios se convierten en los adalides de la justicia, antes que de la verdad; o las salas de redacción, en tribunales; desenfoca la misión periodística de entregar información de calidad independientemente de las consecuencias sobre los señalados o eventuales culpables.

En fin, el panorama se complejiza si a lo anterior sumamos el periodismo de declaraciones, esto es, de primacía de voces, de acciones y reacciones antes que de relatos de hechos comprobables; la censura, la autocensura y el contenido eufemístico como estrategia de prevención; los usos desviados del llamado periodismo de inmersión que desvirtúa la escena y el contexto narrados; el abuso en el uso de material oficial yd e cámaras de seguridad; la sobrexcitación de los relatos del miedo; la opinión cada vez más mimetizada en la información; y el campo expedito para la rumorología, la especulación y el chisme.


Quizás a todo ello se deba el descenso en la confianza de los ciudadanos respecto de quienes les informan. Pero ¿Cómo recuperarla? La respuesta parece fácil y obvia, haciendo buen periodismo, ese que bebe en las bases de la reportería presencial, la verificación antes que nada y después de todo, la opción preferencia por los hechos antes que, por las declaraciones, el apego a la realidad, la independencia de conciencia y la perspectiva de contra poder. Un periodismo por el que valga la pena pagar, si es necesario, para garantizar su supervivencia. Ejemplos que hablan de la resurrección de ese buen periodismo comienzan a abundar: el New York times, el Washington Post, CNN, The New Yorker.


Sí, un periodismo menos dicotómico y menos cuadriculado; que, como dice la profesora Adela Cortina, apueste menos a los juegos de suma negativa, de esto o aquello, y más a los juegos de suma positiva, de esto y aquello; que no presente el contraste como lucha a muerte de las versiones presentadas, que no mire en blanco y negro la vasta amalgama de puntos de vista de cada suceso, que se salga de la cuadratura de vencedores y vencidos. Pero también, un periodismo más constructivo, como está en boga en muchas latitudes, un periodismo crítico que exponga los problemas, pero que también ayude a visibilizar las soluciones.

Pero también, y por todo eso, hoy son más necesarios que nunca los medios de comunicación y periodistas fieles a su función democrática, a su responsabilidad ética y sus compromisos morales de autonomía, independencia y conciencia crítica, sobre la base de la honestidad, que son indelebles e invulnerables, no obstante, los necesarios acoples y ajustes a tono con la época, frente a las crisis, los cambios y las revoluciones culturales.


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